EL EVANGELIO DEL REINO DE LA VOLUNTAD DIVINA ☀️ Mayo 1, 2025

“EL PADRE AMA AL HIJO Y TODO LO HA PUESTO EN SU MANO”

EVANGELIOS

4/30/202515 min read

EL EVANGELIO DEL REINO DE LA

VOLUNTAD DIVINA

☀️

“EL PADRE AMA AL HIJO Y TODO LO HA PUESTO EN SU MANO”

Tiempo de Pascua

Semana No. 2

Jueves 1 mayo, 2025

LECTURAS DEL DÍA:

  • Primera Lectura: Hechos 5,27-33:

Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo.

  • Salmo 33:

Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha.


+ SANTO EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN 3,31-36:

El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo está por encima de todos. De lo que ha visto y ha oído da testimonio, y nadie acepta su testimonio. El que acepta su testimonio certifica la veracidad de Dios. El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano. El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.

PALABRA DE DIOS

GLORIA A TI, SEÑOR JESÚS


LECTURA DE LOS EVANGELIOS DEL REINO

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  1. EL POEMA DEL HOMBRE DIOS:

El Evangelio como me ha sido Revelado, 11 abril 1947:

“Juan señala la salida que hay frente al cenáculo y dice: “María está allí. Siempre. Como en un éxtasis continuo. Su rostro refulge con una luz inefable. Es la alegría que irradia de su corazón. Ayer me decía. “Piensa, Juan, cuánta felicidad se ha derramado por todos los reinos de Dios”. Le pregunté: “¿Cuáles reinos?” Pensaba que supiese Ella alguna revelación maravillosa acerca del Reino de su Hijo, vencedor también de la muerte. Me contestó: “En el paraíso, en el purgatorio, en el limbo. Perdón a los que purgaban, facultad de subir al cielo a todos los justos y perdonados. El paraíso poblado de bienaventurados. Dios glorificado en ellos. Nuestros parientes allá arriba, en medio del júbilo. Y también felicidad al reino que está en la tierra, donde ahora resplandece la señal, y ha sido abierta la fuente que vence a Satanás y borra la culpa y las culpas. No sólo paz a los hombres de buena voluntad, sino también redención y reelección para ser hijos de Dios. Veo a multitudes, ¡oh, cuántas!, que bajan a esta fuente y se sumergen en ella para salir renovadas, hermosas, con vestiduras de nupcias, con vestidos reales. Las nupcias de las almas con la gracia, la realeza de ser hijos del Padre y hermanos de Jesús””. Salen hablando y se alejan mientras la tarde va cayendo. Las calles no están muy transitadas sobre todo a esta hora, en que la gente se reúne a cenar. Jerusalén, después de los ríos de gente que la inundan durante la Pascua y que se ha ido, parece más vacía de lo acostumbrado. Tomás lo nota y lo dice. “Así es. Los forasteros, aterrorizados, la han abandonado precipitadamente después del viernes, y los que se quedaron, pese al miedo que tenían, han huido con el segundo terremoto, que fue ciertamente cuando el Señor resucitó. Los que no eran gentiles también huyeron. Muchos, y los de buena fe, ni siquiera consumaron el cordero, y tendrán qué regresar para la pascua suplementaria. También algunos habitantes de la ciudad se han ido o se han alejado, algunos para transportar a sus muertos, que perecieron en el terremoto de la Parasceve, otros por el miedo a la ira de Dios. La amenaza ha sido dura” dice Zelote. “Y bien merecida. ¡Que los rayos, y las piedras caigan sobre todo los pecadores!” impreca Bartolomé. “¡No te expreses así! Más que los demás, somos nosotros los merecedores de los castigos celestiales, pues también somos pecadores… ¿Os acordáis de este lugar?… ¿Cuánto tiempo hace? ¿Hace diez días… diez años… diez horas? Mi pecado me parece tan lejano y tan próximo… que no sé qué pensar… ¡Soy un tonto! Estábamos tan seguros de nosotros mismos, éramos belicosos, nos sentíamos héroes. ¿Y luego? ¡Ah!…” y Pedro se pega con la mano en la frente y señala, pues están en la plazoleta: “Ved. Allí tenía yo miedo”. “Basta Simón, basta. Él te ha perdonado. Y antes que Él, la Virgen. Tú te atormentas” le reprende Juan. “¡Oh si así fuese! Tú, Juan, sostenme siempre. ¡Siempre! Porque sabes guiar. Él te confió a su Madre. Es justo. Pero yo, vil gusano y mentiroso, tengo más necesidad que María de ser guiado. Porque tengo escamas en los ojos y no veo…” “Sin dudas las tendrás si te portas así. Te quemarás las pupilas, y el Señor no te las curará…” le responde Juan, abrazándolo por la espalda para consolarlo. “Me bastaría ver bien con el alma. Los… ojos poco valen”. “Pero valen para mucho. ¿Qué harán, entonces, los enfermos? ¿Viste aquella mujer ayer, cómo estaba desesperada?” pregunta Andrés. “Sí…” Se miran mutuamente y luego dicen: “Ninguno de nosotros se sintió capaz de imponerle las manos…” La humildad de lo pasado los amilana. Tomás dice a Juan: “Tú podrías haberlo hecho. Tú no huiste, ni negaste, ni has sido un incrédulo…” “También tengo mi pecado. Y es también contra el amor como lo es el vuestro. Cerca del arco de la casa de Josué, aprisioné por el cuello a Elquías, y lo habría estrangulado, porque ofendió a la Virgen. He odiado y maldecido a Judas de Keriot” confiesa Juan. “¡Cállate! No pronuncies ese nombre. Es de un demonio y me parece como si todavía no estuviera en el infierno, que ande con nosotros, para pequeños otra vez” habla aterrorizado Pedro. “¡Oh, él está ya muy bien en los infiernos! Pero aunque estuviese aquí, su poder ya se acabó. Tuvo todo para haber podido ser ángel, y fue un demonio, y Jesús ha vencido al diablo” dice Andrés. “Será así… pero es mejor no nombrarlo. Tengo miedo. Ahora comprendo cuán débil soy. Pero tú, Juan, no te sientas culpable. Todos los hombres maldecirán al que entregó al Maestro”. “¡Y con toda razón!” afirma Judas Tadeo que nunca hizo migas con Iscariote. “No. María, ha dicho que le basta el juicio de Dios, y que debemos fomentar un solo sentimiento de gratitud de no haber sido nosotros los traidores. Y si Ella no maldice, Ella, la Madre que vio los tormentos de su Hijo, ¿debemos hacerlo nosotros? Olvidémoslo…”

“¡Seríamos unos tontos!” exclama su hermano Santiago. “Y sin embargo es la palabra del Maestro por los pecados de Judas…” Juan guarda silencio y suspira. “¿Qué cosa? ¿Hay otros? Tú sabes… habla”. “He prometido olvidar, y me esfuerzo en hacerlo. Respecto a Elquías… no estuvo bien… pero aquel día cada uno de nosotros tenía su ángel y su demonio, y no siempre di oídos al ángel de la luz…” Dice Zelote: “¿Sabes de Nahum está paralítico y que su hijo quedó aplastado por una parte de muro o de un deslave de monte? Así. El día en que murió Él. Se le encontró más tarde. ¡Oh, muy tarde, cuando ya apestaba! Lo descubrió uno que iba al mercado. Nahum estaba con los de su calaña, y no sé qué le cayó encima, si un mazazo o un golpe. Lo que sé es como si estuviera despedazado y que no comprende nada. Parece una bestia. Babea, aúlla, y ayer con la única mano sana tomó de la garganta a su… patrón, que había ido a verlo y le gritaba, le gritaba: “¡Por su culpa! ¡Por su culpa!” Si no hubieran acudido los siervos…” “¿Cómo lo supiste, Simón?” preguntan a Zelote. “Ayer vi a José” responde lacónicamente. “Veo que el Maestro tarda en venir. Estoy preocupándome” dice Santiago de Alfeo. “Regresemos” propone Mateo. “O esperemos ahí en el puentecillo” dice Bartolomé. Se detienen. Pero los dos Santiagos, Andrés y Tomás vuelven, pensativos miran al suelo, miran las casas. Andrés pálido, señala con el dedo la pared de una casa donde se nota, en lo blanco de la cal, una mancha rojiza: “¡Es sangre! Sangre del Maestro, tal vez. ¿Había empezado aquí a perder sangre? ¡Oh, decidme!” “¿Y qué quieres que te digamos, si ninguno de nosotros lo siguió?” responde desconsolado Santiago de Alfeo. “Pero mi hermano y sobre todo Juan, lo siguieron…” “No inmediatamente. Me ha dicho Juan que lo siguieron desde la casa de Malaquías en adelante. Aquí no estuvo ninguno de nosotros…” dice Santiago de Zebedeo. Como hipnotizados miran la mancha, que es grande, muy arriba del suelo. Tomás observa: “Ni siquiera la lluvia la ha lavado. Ni siquiera el granizo que cae tan fuerte en estos días lo ha arrancado… Si supiese que esa sangre es suya, la quitaría de allí…” “Preguntémosles a los de la casa. Tal vez sepan…” propone Mateo que los ha alcanzado. “No. Nos podrían conocer por sus apóstoles; pueden ser enemigos del Mesías y…” objeta Tomás. “Nosotros todavía somos cobardes…” concluye Santiago de Alfeo con un gran suspiro. Poco a poco se han acercado a la pared y miran… Pasa una mujer, una rezagada que viene de la fuente con sus cántaros que chorrean agua fresca. Los mira atentamente, les grita: “¿Estáis viendo esa mancha sobre la pared? ¿Sois discípulos del Maestro? Me parece que lo sois, aunque el miedo se dibuja en vuestras caras… aunque no os vi detrás del Señor cuando pasó por aquí cerca, cuando lo llevaban a la muerte… Lo que me hace pensar es que un discípulo que sigue al Maestro cuando todo va bien, y que se gloría de ello, que está dispuesto a dejar todo por seguir al Maestro, debe también seguirlo cuando le va mal. Yo no os vi. No. Y si no os vi, señal es que yo, una mujer de Sidón, fui detrás de Aquel a quien sus discípulos no siguieron. Él me hizo un gran favor. Vosotros… ¿vosotros no recibisteis nada de Él? Me extraña porque hacía bien a gentiles y samaritanos, a pecadores y aun a ladrones al darles la vida eterna, si bien es que no podía darles la del cuerpo. ¿No os amaba acaso? Entonces señal que sois peores que escorpiones y que hienas apestosas, aun cuando creo verdaderamente que Él fue capaz de amar aun a las víboras y a los chacales, no por lo que son, sino porque su Padre los crió. Lo que veis es sangre. Sí, sangre. Sangre de una mujer de la costa del gran mar. Una vez fueron tierras filisteas, y los habitantes son despreciados todavía por los hebreos, y con todo ella supo defender al Maestro hasta que el marido la mató arrojándola con tanta fuerza, después de haberla golpeado, de modo que se le abrió la cabeza, se le salieron los sesos, y quedó estampada con su sangre sobre la pared de su casa donde ahora lloran sus hijos huérfanos. Pero había recibido un beneficio del Maestro, le había sanado a su marido que moría de una enfermedad inmunda. Por este beneficio amaba al Maestro, y lo amó hasta morir por su causa. Lo precedió en el seno de Abraham, según habláis vosotros. También Analía lo precedió, y hubiera muerto por Él, si la muerte no se le hubiese anticipado. También una mujer que era madre, lavó con su sangre el camino, con la sangre de su vientre que su perverso hijo le abrió, por defender al Maestro. Y una anciana murió de dolor cuando lo vio pasar herido, a Él que le había devuelto la vista a su hijo. Un viejo, un mendigo murió porque salió a su defensa, y recibió en su cabeza la pedrada que era destinada a dar en la de vuestro Señor. Pensáis que era tal, ¿no es verdad? Los valientes de un rey mueren a su alrededor. Pero ninguno de vosotros murió por Él. Estabais lejos de los que lo golpeaban. ¡Ah, no! ¡Uno murió!. Pero no de dolor, ni por haber defendido al Maestro. Primero lo vendió, luego lo señaló con un beso, y finalmente se suicidó. No le quedaba otra cosa qué hacer. No podía aumentar su iniquidad. Estaba completa, como la de Belcebú. El mundo lo habría lapidado para que la tierra se viese libre de él. Y creo que esa mujer compasiva que murió por impedir que le pegasen al Maestro, creo que la vieja Ana que murió de dolor al verlo en esa forma, que el viejo mendigo, que la madre de Samuel, que la doncella que murió, y que yo que no puedo subir al templo porque me da dolor ver la muerte de los corderos y de las tórtolas, creo, repito, que habríamos tenido valor para lapidarlo, y no nos hubiera pesado al verlo deshecho con nuestras pedradas… Él lo sabía, y quiso que el mundo no manchase sus manos con su sangre. Quiso que no hubiera verdugos que vengasen al Inocente…” Los ha estado mirando con un desprecio cada vez mayor, según ha venido hablando. Sus ojos grandes y negros, tienen la dureza del rapaz que mira un grupo que no puede, ni sabe reaccionar… Entre dientes le sale la última palabra: “¡Bastardos!” Recoge sus cántaros y se va, satisfecha de haber vomitado su desprecio contra los discípulos que abandonaron al Maestro… Éstos quedan aniquilados. Con la cabeza agachada, los brazos caídos, sin fuerza… La verdad los aplasta. Meditan sobre las consecuencias de su cobardía… No dicen nada… No se atreven a mirarse. Ni siquiera Juan y Zelote, los únicos que no fueron cobardes, están como los demás tal vez por el dolor que sienten al ver que no pueden curar la herida producida por la mujer en el corazón de sus compañeros…

¡FIAT!


  1. EL EVANGELIO DEL REINO DE LA VOLUNTAD DIVINA

Vol. 1 sin fecha

Oh, qué mala he sido y lo soy aún, pues cuando se me tacha de caprichosa o desobediente, aunque sea injustamente, todavía lo resiento mucho! Si yo quisiera saber la razón por la que, aún no queriéndolo, siento siempre este resentimiento en mí, la encontraría ciertamente en la causa eficiente de ser todavía mucho muy poco semejante, en mis pensamientos y en mi manera de obrar a mi siempre amable Jesús. El, que durante toda mi vida fue verdaderamente el blanco de toda clase de contradicciones, jamás tuvo el más mínimo resentimiento, más aun, siempre imperturbable tuvo que soportar con la máxima calma y siempre en paz insultos sobre insultos, ultrajes sobre ultrajes, y todo esto innumerablemente y durante toda su vida; y yo, en cambio, hasta vergüenza me da decirlo, ¿quién sabe cuántas veces he llorado amargamente y me he lamentado con mi dulcísimo Jesús, llegando a resentirme con él y a ponerle resistencia hasta donde me era posible, para que no me sometiera a sus durísimas penas y sufrimientos, para no ser tachada con toda injusticia de caprichosa y desobediente?

Pero cuánto ha sido bueno el Señor conmigo, pobre miserable, que a pesar de haberle hecho resistencia, fingiendo primero que no me escuchaba y sin decirme nada, se alejaba, pero sólo por poco tiempo, porque inmediatamente después, al improviso venía y me sorprendía en medio de mi desolación causada por su lejanía y mientras que con sus mimos y caricias me inducía a cumplir su Santo Querer, me hacía caer nuevamente entre los brazos de los sufrimientos mortales, que directamente me comunicaba mi amable Jesús; y cuando volvía el confesor para hacerme volver en mí, este, con tono severo, me decía: "No quiero que vuelvas a caer en este estado."

Y yo, de ningún modo resentida, le decía: "Padre mío, no está en mi poder el caer o no caer en este estado de adormecimiento mortal. Es verdad que soy caprichosa, desobediente y buena para nada, pero le estoy diciendo la verdad, pues lo que más duramente me hace sufrir es el no poder obedecer; y con toda la razón, padre mío, yo siento este dolor, porque me veo privada de aquella virtud que fue la joya más resplandeciente y preciosa de mi Jesús, sin la cual jamás podré complacerlo. ¡Oh, cuánto lo siento y qué dolor es para mí el constatar que todavía soy tan poco semejante a él! ¿Cuál es el bien que puede obrar y realizar un alma desobediente?" Con estas palabras tan humillantes, que me salían desde el fondo del corazón, en donde sentía a mi amadísimo Jesús palpitante de amor, el confesor me dejaba no sin decirme alguna palabra para animarme, yéndose más contento que las otras veces que había venido. No obstante las palabras de ánimo que se me acababan de decir, yo de mala gana opinaba que si el Señor no me aseguraba que él mismo me iba a liberar de dicho estado sin ser necesaria la intervención del confesor, aunque aceptara sobre mí sus penas y sufrimientos en reparación de los tantos pecados con los que la mayor parte de los hombres ofenden a Dios continuamente, estaba dispuesta a ponerle toda clase de resistencia, para obtener lo que yo me proponía. Pero si la criatura propone de un modo, Dios, en su sabiduría inescrutable, hace en modo tal que se realice todo lo que ha dispuesto sobre el alma.

Fue entonces que Nuestro Señor, en aquel tiempo, hizo que una epidemia de cólera comenzara día a día a enfurecerse cada vez más, al grado de atemorizar a los buenos ciudadanos de nuestra ciudad; y yo, un día más que nunca me puse fervorosamente a suplicarle al Señor que pusiera fin a este flagelo de la justa e inexorable ira de Dios, irritado a causa de los innumerables ultrajes que los hombres perversos cometen. Y mientras estaba pidiendo esto, mi amable Jesús se hizo ver y me dijo:

”Está bien, te voy a complacer, con tal de que tú te quieras ofrecer víctima de reparación, sufriendo de buena gana todas las aflicciones y penas que le serán transmitidas a tu alma y a tu cuerpo." Yo, entonces, le respondí: "Señor, si el mal sucediera sólo entre tú y yo, estaría dispuestísima a aceptar todo lo que quisieras hacer conmigo en caso contrario, no puedo, pues tú sabes bien lo que piensan y como se comportan conmigo los sacerdotes."

Y Jesús, sumamente benigno, me dijo: "Hija mía, si hubiera querido dar mi opinión sobre lo que los hombres estaban por hacer con mi humanidad, ciertamente no habría podido realizar la obra de la redención del género humano; en cambio, yo no tuve otra intención que su salvación eterna. Fue el gran amor que me devoraba que me hizo hacer el sacrificio de todo y de todos; y esas mismas penas y sufrimientos, los mismos dolores y disgustos que injustamente las criaturas me daban pensando y obrando contra mí, yo se lo ofrecía todo a mi eterno Padre por su salvación eterna. ¿Te has olvidado que lo que yo quiero es que imites mi vida? Debes saber que para imitarme en todo lo que hice durante 33 años, no solamente debes someterte a mis penas, a las contradicciones, padecimientos, dolores y sufrimientos mortales, sino que también debes sufrirlos del mismo modo en que yo los soporté. A este grado quiero que tú imites mi vida, si quieres; de lo contrario, el imitarme a tu gusto, no me complace ni me complacería jamás todo lo que pudieras hacer.

El acto más bello y que más puede agradarme es el que incondicionalmente hace el alma, en cuanto que se somete de modo tal que en todo su obrar ya no tiene voluntad propia, sino que en todo y para todo depende de mi Voluntad; por lo tanto, procura realizar este acto heroico de morir a tu voluntad y de vivir siempre en mi Voluntad, para que yo pueda hallar en ti todas mis mayores complacencias. por ahora quiero que te transformes en víctima de amor, de reparación y de expiación por las personas mismas que no sólo te son contrarias, sino que te procuran tanta molestia, teniendo en cuenta que son mis hijos y que los he redimido con mi misma sangre y si tú verdaderamente sintieras amor, deberías someterte también a darlo todo por su salvación."

Al escuchar este modo tan justo de hablar de Jesús, ¿podía yo ponerle resistencia? Es por eso que acepté el estado de víctima para el que me quería. De hecho, fui sorprendida por la tarde por ese estado de sufrimientos que Jesús me comunicó y en el que permanecí por 3 largos días, sin poder volver en mí. Y cuando volví en mí, ya no se oyó hablar de la cólera, excepto por algunos exaltados los cuales tuvieron que pagarle su contribución a la muerte. Pero la mayor parte de los ciudadanos fueron tocados por este flagelo de Dios, tanto que el confesor, cuando vino para hacer que volviera en mí, bromeando me dijo:"

En días pasados estuvo entre nosotros un grande misionero que hizo mucho bien con su ministerio de la predicación; de hecho hemos llegado a ver postrados ante nuestros pies a algunas caras que tal vez jamás en su vida se habían dignado ni siquiera pasar frente a una Iglesia, habiéndose mostrado siempre reacios a cualquier clase de sentimiento religioso, mientras que al escuchar la llamada de este excelente predicador se han rendido a la gracia, por lo que han producido frutos de vida eterna."

Y yo le pregunté en donde es que predicaba, y me dijo: "No solamente en todas las Iglesias, sino también fuera de ellas, es decir: en las plazas, en los centros sociales, en los almacenes, en las casas; en fin, por todos lados se oyó su potente palabra y con una tal unción de la gracia que muchos se han puesto a hacer penitencia."

Y yo:"¿Cómo se llama?"

Y él me respondió: "Tiene un bonito nombre; se hace llamar por todos "Don Coleto", "flagelo de Dios", dando a entender que se trataba de la cólera.

¡FIAT!

GLORIA PATRI

ET FILIO ET SPIRITUI SANCTO

SICUT ERAT IN PRINCIPIO ET NUNC ET SEMPER

ET IN SAECULA SAECULORUM

AMEN.